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Desde
"la zona fantasma" una lectura amena y muy recomendada para los días que vivimos. Es un texto de
Javier Marías que recientemente salió en su espacio en El Pais semanal:
Sí, es verdad, nos pasa a todos: hablemos con quien
hablemos, sólo oímos lamentos y quejas, temores y malas noticias. La
dueña del restaurante le cuenta a uno que sus ingresos son un 30%
inferiores a los del año pasado, que ya fue flojo, y seguramente se verá
obligada a cerrar el otro local que abrió en una buena zona hace más de
un lustro, porque lleva meses teniéndole que inyectar dinero de lo que
saca en el principal y más antiguo, una sangría continua. El librero
está estupefacto y muy preocupado: de la nueva novela del autor más
vendido de la última década, que su editorial ha adelantado a estas
fechas para cuadrar el ejercicio de 2011 (en principio iba a publicarla
en primavera), sólo ha despachado doce ejemplares en su primera quincena
de existencia; es decir, menos de uno diario, y todos sabemos que ahora
-lo mismo que las películas logran su mayor recaudación en el primer
fin de semana- los libros “esperados” se venden sobre todo nada más
salir. En cuanto al otro volumen asimismo adelantado y “esperado”, algo
sobre el Rey, al parecer no escrito con mucho cariño (y ya se sabe que
la mala idea es un reclamo en este país de malasombras y malasangres),
de esa novedad el librero aún no ha vendido ni uno en siete días. El
propietario de la tienda de CDs y DVDs asegura que va tirando, pero que
ni siquiera confía mucho en este mes de diciembre jalonado de puentes:
en cuanto hay uno, aunque la gente jure no tener un euro, todo el mundo
se larga de la ciudad, se produce un parón en el ritmo de ventas y éste
tarda en recuperarse; según él, el sistema español de festivos continuos
(el Pilar, Todos los Santos, en Madrid la Almudena una semana después,
la Constitución y la Impenetrable bien juntas) no sólo afecta a la
producción, también al comercio, y nadie se atreve a cambiarlo por mucha
crisis que haya.
Una sobrina no sabe qué podrá hacer con su vida, a punto de terminar
sus estudios; el hijo arquitecto de un amigo no encuentra trabajo, otro
lo tiene pero no cobra desde hace meses; la asistenta tiene al marido en
paro desde hace año y medio o más, y sin embargo llega todos los días
con una sonrisa y buen ánimo; a una amiga traductora no le llegan
encargos hace tiempo, pero no se deja abatir y muestra entereza. Sí, uno
oye las preocupaciones y las quejas. La mayoría de quienes las
expresan, no obstante, ponen buena cara y aun se ríen, por lo menos los
que a mí me rodean, quizá sea sólo cuestión de suerte.
Los problemas y los apuros son reales, pero si hay algo de lo que las
personas se cansan es de estar mal. Excepto, claro está, las que
disfrutan del catastrofismo. Algunos responsables de este periódico y de
otros parecen contarse entre estas últimas. No sé cuántas son ya las
veces, a lo largo de los últimos meses, en que, en algún titular de
primera plana, han aparecido las siguientes palabras: “al borde del
precipicio”, “se asoma al abismo”, “hundimiento”, “debacle”,
“naufragio”, “cataclismo”, “desastre”, “vértigo”. No digo que no tengan
razón en su alarma y que no deban informar con veracidad, pero,
francamente, han abusado en tantas ocasiones de “al borde de esto o lo
otro” que no sé cómo todavía no nos hemos caído ni nos hemos ido a
pique, cómo no estamos en el fondo del pozo. Como mínimo, el famoso
borde es bastante ancho. Uno se cansa de leer esos vaticinios: aunque
sean ciertos, no hace falta insistir tanto, torpedear el ánimo, crear
una invencible psicosis que lleva a la gente a retraerse, a no pisar el
restaurante ni la librería ni la tienda de discos. Llevamos mucho tiempo
sintiendo que se nos hunde el puente cuando aún no hemos llegado al
río. (Bueno, cuando escribo esto.)
Decía hace poco Elvira Lindo que la alegría está a punto de resultar
subversiva. Al que muestra no ya optimismo, sino mera alegría, le caen
todo tipo de regañinas, por cabrón e insolidario. Yo creo que a esas
personas, por el contrario, habría que darles un premio, precisamente
por arrimar el hombro. Yo veo más solidario al que no pierde la sonrisa y
trata de hacer la vida algo amable, aun con un pie en el abismo, que al
agorero más quejumbroso y nublado. Si las cosas son difíciles, aún más
arduas resultan si cuanto nos circunda es medrosidad, malas pulgas y
llanto.
Hoy mismo titula el diario: “La destrucción de empleo pone a la
Seguridad Social al borde del déficit”. Será verdad, pero, como me
señala una de esas personas que ayudan a sobrellevarlo todo con su
natural e inteligente contento (y es economista), el titular bien podría
haber sido “Tenemos una Seguridad Social a prueba de bombas”, si con
más de cuatro millones de parados sólo estamos al borde del
déficit y no inmersos en él. Si en las casi peores condiciones posibles
la Seguridad Social todavía aguanta sin despeñarse, sería como para
felicitarnos. Otro tanto puede decirse del hecho de que los bares sigan
llenos, de que uno no sea casi nunca el primero ante la caja de
cualquier establecimiento, sino que haya de guardar siempre cola (más o
menos larga), de que a nadie se le ocurra suprimir los incontables
festivos y de que la gente salga en masa de las ciudades (haciendo por
fuerza algo de gasto) cada vez que llega un puente. Estamos mal, desde
luego, pero probablemente estaríamos un poco mejor (y no me refiero sólo
al sentimiento) si no nos lo repitieran y nos lo repitiéramos todos los
días, varias veces.
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